
Cuerpo de mujer, místico y santo;
cáliz donde vierte su gracia el creador,
consagrándole el supremo encanto
de abrigar la vida bajo el manto
del prodigio de su seno incubador.
Eso es tu cuerpo, madre, un tibio templo,
donde un beso anhela ser tangible.
Naufragando, a lo lejos contemplo
el umbral luminoso que es ejemplo
de un talento deífico infalible.
Yo soy el beso, madre, el destinado
a henchir de amor tu entraña receptiva
y afanosa hacia tu Olimpo nado,
compitiendo por ese altar sagrado
para encender la antorcha de mi vida.
Pronto comienzo a darte las señales
de que habito feliz en tu interior:
algunos malestares habituales,
el rojo en tus mejillas a caudales
y en el alma un súbito fulgor.
Si supieras como crezco mes por mes;
yo, que era una masita indefinida,
ahora tengo dos manos y dos pies,
fuertes rasgos paternos en mi tez
y a ti por el ombligo estoy unida.
Por eso te conozco más que todos;
yo siento cuando ríes, cuando lloras,
pues invado tu más íntimos recodos
con mi sangre –que no es mía de algún modo-;
yo sé, incluso, cosas que tú ignoras.
Tu corazón me ha dicho que me amas,
que por cuidarme te alimentas bien;
con dulce voz escucho que me llamas,
sé que suspiros al soñarme exhalas
y que hay de orgullo una lágrima en tu sien.
Con placidez dormito acurrucada
en mi estrechito mundo maternal.
dando vueltas retozo deleitada
y a veces sin querer te doy patadas
o tiro del cordón umbilical.
Estos meses de gozo peregrino
que van formando ya parte del ayer
han rayado tanto en lo divino,
que si a elegir me dieran mi destino
renunciaría al derecho de nacer.